viernes, 27 de junio de 2025

El Eje de la Resistencia: el legado antiimperialista de la Revolución iraní.


La idea, ampliamente extendida en Occidente, de que Hezbollah, los hutíes o las milicias chiíes iraquíes son meras extensiones de Irán, ignora una interesante serie de complejidades ideológicas de la Revolución iraní de 1979, que a su vez fascinaron a ciertos círculos de la izquierda radical occidental desencantada de la Unión Soviética, una reacción que a día de hoy nos podría resultar incomprensible.

Para entender este fenómeno, debemos dirigir nuestra mirada a una figura en concreto: la del sociólogo y pensador religioso Ali Shariati, considerado el guía espiritual de la Revolución iraní.

Shariati, sociólogo iraní formado en París y lector voraz de Fanon, Sartre y Marx, pero profundamente arraigado en la tradición chií, construyó un discurso donde el Islam, lejos de ser el opio de los pueblos o el refugio de los conservadores, se convertía en la lengua franca de la liberación. Su dispositivo analítico fundamental fue la traducción de la lucha de clases al registro coránico, poniendo el énfasis en la fractura irreconciliable entre los mustad'afin (los débiles, los oprimidos, los humillados) y los mustakbirin (los arrogantes, los opresores, los tiranos). 

Esta división, surge del propio Corán. En la Sura 4 (An-Nisa), verso 75, se interpela: "¿Por qué no combatís por la causa de Dios y de los mustad'afin - hombres, mujeres y niños que dicen: ¡Señor nuestro! Sácanos de esta ciudad de opresores (zâlimîn)!". Es una llamada explícita a la defensa activa de los desposeídos. La Sura 28 (Al-Qasas), versos 4-5, es aún más reveladora: "En verdad, Faraón se enalteció (istakbara) en la tierra... Quería humillarlos (yastad'ifuhum). Pero Nosotros queríamos favorecer a los que habían sido humillados (mustad'afin) en la tierra, hacerlos dirigentes y hacerlos herederos". Aquí, el Corán llega a establecer un destino divino para los mustad'afin, con su elevación como líderes y herederos de la tierra frente a la arrogancia (istikbar) del poder faraónico.

Es decir, Shariati tomó la distinción del corán y la radicalizó políticamente, transformando una categoría ético-religiosa en sujeto revolucionario. Para Shariati, este binomio encarnaba la esencia misma de la historia sagrada, desde la resistencia del Imam Husein en Karbala contra el califa opresor Yazid, hasta la lucha contemporánea contra el Sha, monarca títere de potencias extranjeras en Irán, y contra la "aristocracia tribal", tanto la literal como la metafórica del poder corrupto y secularizado.

Y es aquí donde hallamos el primer punto de atracción para cierta izquierda occidental de la época; en la resacralización de la lucha revolucionaria. Frente a un materialismo histórico que, para algunos, había perdido su aura ética y su dimensión trascendente en los laberintos burocráticos del Este, Shariati ofrecía un marco donde la revolución era un acto de fe militante, una espiritualidad política. La resistencia se llevaba a cabo contra la zulm (opresión, injusticia cósmica), un concepto con profundas raíces teológicas y una carga emocional inmensa. Esta fusión de lo sagrado y lo político, esta promesa de una redención terrenal pero con resonancias metafísicas, supuso un poderoso imán para intelectuales radicales desencantados.


Durante los meses que precedieron a la caída del Shah, las grabaciones de las clases de Ali Shariati, muchas veces copiadas en cintas caseras, se repartían clandestinamente incluso entre analfabetos. Sus lemas (“la Ulemá tradicional es la servidumbre de los serviles”) y su llamada a la “revolución cultural” se convirtieron en banderas habituales en mítines y asambleas universitarias. Ideólogos de organizaciones como los Sazeman-e Mojahedin-e Khalq (MEK) o jóvenes simpatizantes del Movimiento de Liberación Popular (Fedaiún) bebieron de su fusión de marxismo, fanonismo y Shiismo revolucionario.

Jomeini y sus seguidores, que no eran “shariatistas” estrictos, supieron incorporar su retórica, haciendo famoso el lema “los mustazafin heredarán la tierra” en los sermones revolucionarios oficiales. La propia Revolución de 1979 se presentó en su discurso fundacional como la encarnación histórica de los mustad'afin iraníes. 

El derrocamiento del Sha fue entonces, en la narrativa oficial, la victoria de los humillados sobre los arrogantes, un épico acto de justicia divina.

El régimen naciente, bajo el liderazgo del Imam Jomeini, no se contentó con ser la voz de los oprimidos dentro de Irán. Proclamó su misión como la voz de los mustad'afin del mundo enfrentados a los mustakbirin globales, encarnados en el "Gran Satán" (EE.UU.) y sus aliados. Este universalismo antiimperialista, proyectando la lucha doméstica a escala global, constituyó otro gran punto de encuentro con sectores de la izquierda radical occidental. Profundamente antiimperialistas y críticos de la hegemonía estadounidense, esta retórica les mostraba un admirable Sur global que se alzaba con una fuerza espiritual aparentemente indomable contra el mismo enemigo que ellos combatían en sus análisis.

De esta lógica nació la idea iraní de la "exportación de la revolución", particularmente mediante la diseminación ideológica y el apoyo activo a movimientos de resistencia en otros países que eran percibidos como sometidos por los mustakbirin. Esta solidaridad transnacional, basada en la identificación como oprimidos frente a un enemigo común, fue el embrión de lo que décadas después cristalizaría como el “Eje de la Resistencia” (Mehwar al-Muqawama). Este "eje", más que una alianza formal en el sentido clásico, supone una constelación discursiva y estratégica formada por actores estatales y no estatales (Hezbolá en Líbano, Hamas en Palestina, el despuesto gobierno sirio de Assad, ciertas facciones en Irak y Yemen) unidos por su oposición frontal a la influencia estadounidense e israelí en Oriente Medio, así como por su adopción (en distintos grados) de la narrativa de la resistencia chií inspirada en la Revolución iraní.


Foucault, quien viajó a Irán durante la revolución y escribió con admiración sobre su “espiritualidad política”, vio allí la irrupción de un contra-poder absoluto. Vio la emergencia de una voluntad colectiva que se levantaba contra toda una episteme de modernidad secular impuesta, occidentalizante y opresora. Vio, acaso, la posibilidad de un nuevo tipo de subjetividad política nacida de la fe y la comunidad, una alternativa radical tanto al capitalismo liberal como al socialismo autoritario. Era la promesa (luego, sabemos, truncada en lo interno) de que el oprimido (mustad'af), al recuperar su fe y su comunidad, podría devenir sujeto histórico pleno, rompiendo las cadenas discursivas y materiales del opresor (mustakbir).

Desafortunadamente, la seducción occidental fue una proyección de sus propios mitos revolucionarios sobre un movimiento cuyas derivas autoritarias internas no supieron o no quisieron ver a tiempo, olvidando que los discursos de liberación pueden devenir instrumentos de un nuevo poder.

Pero por otro lado, reducir al Eje de la Resistencia a una colección de 'proxys' de Teherán es un profundo error de perspectiva con el que juegan las habituales simplificaciones de los medios de comunicación occidentales. Se trata, más bien, de una solidaridad operativa basada en una afinidad ideológica profundamente enraizada, una simpatía forjada en la identificación compartida como mustad'afin frente a los mustakbirin globales, así como en la lucha concreta contra la hegemonía israelí-occidental. Para entender al Eje de la Resistencia, debemos entender la efectividad material y simbólica de su narrativa, nutrida en los versículos coránicos que claman justicia para los humillados.

Así, el mismo poder que fue volviéndose opresivo dentro de sus fronteras, desarrolló sus alianzas con una serie de movimientos que comparten su lenguaje de resistencia y desafían a los gigantes exteriores, manteniendo viva una llama de oposición al imperialismo de EEUU e Israel que trasciende el frío cálculo geopolítico de intereses.