viernes, 19 de junio de 2015

La inocencia de 'Alfon' como hegemonía del discurso del poder




La inocencia de Alfon parece haberse convertido en un dogma de fe. Y yo no consigo creer en ella. Me leí la sentencia entera, discutí en varios ámbitos para ver los argumentos de quienes defienden su inocencia. Pero es inútil, sigo sin ese convencimiento absoluto que veo a mi alrededor.

No quiero entrar en otra discusión sobre los detalles del caso y los huecos por los que pueda introducirse una teoría de la conspiración policial, sino centrar la atención en algo que me resulta especialmente llamativo, que es precisamente por qué se produce este agarrarse a la inocencia de Alfon como única respuesta posible. Como si resultara inconcebible que alguien pretendiera responder a la violencia estructural del sistema con petardos y metralla. Como si fuera tan raro que la violencia y la humillación con que el poder gobierna tuvieran respuesta.

Pero tampoco pretendo “justificar” nada. No tiene nada que ver con eso.

Quiero decir, lo que me parece más interesante para la reflexión en este caso, es desgranar la brutal hegemonía del poder, puesto que podemos verla aquí funcionando claramente en tres estratos que se combinan para justificar la violencia asimétrica del poder a la vez que se cancela toda respuesta a esa violencia fuera de unos cauces determinados por el organismo ejecutor de esa misma violencia asimétrica.

En un primer estrato, el poder gestiona nuestra sociedad de tal manera que su violencia es absolutamente unilateral. Puesto que se le otorga la legitimidad para ejercerla justificándola además mediante el nombre de “democracia”, el poder puede condenar a la pobreza a la población, el político aliado con el alto empresariado puede robar a los pobres para dárselo a los ricos, puede burlarse y humillar (¡que se jodan!) al oprimido, y hasta puede reprimir a porrazos a todo aquel que se atreva a quejarse. Toda violencia que retorne a los privilegiados que la ejercen es castigada y deslegitimada, mientras que por el otro lado contemplamos atónitos el indulto sistemático de policías condenados por torturas.

Desplazándonos a un segundo estrato, el poder mantiene un control a nivel de lo que se puede decir y de lo que no se puede decir. La defensa de una violencia que retornara contra los dirigentes o sus intereses incurre automáticamente en delitos de apología que son castigados, de lo cual tenemos un ejemplo muy obvio en los últimos tiempos en las operaciones de represión en Twitter contra aquellos elegidos porque su lenguaje supera unos límites poco claros, en unas detenciones de carácter obviamente político en el que todo depende de quién o qué institución sea el objetivo del ataque verbal.

Finalmente, encontramos un tercer estrato apenas perceptible, que no parece una limitación externa sino que opera en nuestros propios pensamientos, que se instala como un parásito y limita no ya lo que hacemos y decimos, sino lo que somos capaces de pensar. Los sutiles mecanismos de carácter totalitario mediante los cuales la “democracia liberal” construye su poderío asimétrico, incluyen este carácter parasítico del discurso hegemónico, que hacemos nuestro sin siquiera ser conscientes de ello.

Es aquí donde creo que apunta que la defensa cerrada de la inocencia de Alfon se parezca demasiado al marido con celos patológicos del que habla el psicoanalista francés Jacques Lacan, cuando afirma que incluso si resulta ser verdad que su mujer le pone los cuernos, los celos del marido siguen siendo patológicos. Lo mismo sucede con Alfon. Incluso si la teoría de la conspiración policial fuera cierta, la defensa de su inocencia sigue siendo patológica, en el sentido de que se trata de una fe desproporcionada bajo la cual encontramos una cuestión más profunda, un síntoma de otra cosa.

Creo que la causa de esta confianza absoluta en la inocencia de Alfon opera precisamente en ese estrato en la hegemonía del poder en que su discurso se vuelve parasítico y limita aquello que somos siquiera capaces de pensar.

Es decir, que la asimetría de la violencia y el discurso hegemónico al respecto es algo tan asumido, normalizado e internalizado por quienes vivimos sometidos al poder de las democracias mercantiles, que incluso si somos conscientes de la obvia injusticia estructural en su ejercicio asimétrico de la violencia, necesariamente estamos obligados a pensar de un modo en el que para que sea posible concebir defender a Alfon, este obligatoriamente tiene que ser inocente.


 

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