miércoles, 4 de septiembre de 2013

Edward Snowden, Chelsea Manning y Julian Assange: nuestros nuevos héroes

Originally published in english by The Guardian: 
“Edward Snowden, Chelsea Manning and Julian Assange: our new heroes”






Edward Snowden, Chelsea Manning y Julian Assange: nuestros nuevos héroes
escrito por Slavoj Zizek

Todos recordamos la cara sonriente del Presidente Obama, lleno de confianza y esperanza, en su primera campaña: “Yes, we can!” - podemos acabar con el cinismo de la era Bush y traer justicia y bienestar a los americanos. Ahora que EEUU continúa sus operaciones encubiertas y expande su red de inteligencia, espiando incluso en sus aliados, podemos imaginar a los disidentes preguntando a Obama: “¿Cómo puedes usar drones para asesinar? ¿Cómo puedes espiar incluso a nuestros aliados?”. Obama murmura con una malvada sonrisa burlona: “Yes, we can”.
Pero apuntar a una persona específica yerra el tiro: la amenaza para la libertad que han revelado los delatores tiene raíces más profundas y sistémicas. Debería defenderse a Edward Snowden no solo porque sus actos molestaron y avergonzaron a los servicios secretos de EEUU: Lo que reveló es algo que están haciendo (hasta donde llega su capacidad tecnológica) otros grandes (y no tan grandes) poderes, desde China a Rusia, desde Alemania a Israel.
Sus actos han proporcionado pruebas empíricas a una sospecha que ya teníamos de estar siendo monitorizados y controlados. Su lección es global, y llega más allá del típico vapuleo a los EEUU. Realmente no hemos aprendido nada de Snowden (o de Manning) que no supusiéramos ya que era verdad. Pero una cosa es saberlo en general, y otra obtener datos concretos. Es un poco como saber que tu pareja sexual está poniéndote los cuernos - puedes aceptar la idea abstracta, pero el dolor surge cuando consigues los detalles escabrosos, las imágenes de lo que estaban haciendo...
En 1843, un joven Karl Marx afirmó que el antiguo régimen alemán “solo imagina que cree en sí mismo y exige que el mundo imagine la misma cosa”. En una situación como esa, avergonzar al poder se convierte en un arma. O, como continúa Marx, “la presión real debe aumentarse añadiendo la consciencia de la presión, la vergüenza debe ser hecha más vergonzosa publicitándola.”
Esta es exáctamente hoy nuestra situación: nos enfrentamos al cinismo sin vergüenza de los representantes del orden global existente, que solo imaginan que creen en sus ideas de democracia, derechos humanos, etcétera. Lo que sucede con las filtraciones de Wikileaks es que la vergüenza -la suya, y la nuestra por tolerar tal poder sobre nosotros- es convertida en aún más vergonzosa al ser publicitada. Lo que debería avergonzarnos es el proceso a nivel mundial de estrechamiento del espacio disponible para ejercer lo que Kant llamó el “uso público de la razón”.
En su texto clásico, “¿Qué es la Ilustración?”, Kant contrasta el uso “público” y “privado” de la razón. “Privado” es para Kant el orden comunal-institucional en el que nos movemos (nuestro estado, nuestra nación…), mientras que “público” es la universalidad transnacional del ejercicio de la razón de uno: “el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado se podrá limitar a menudo estrictamente, sin que por ello se retrase en gran medida la marcha de la ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso privado entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de funcionario.”
Vemos dónde Kant se separa de nuestro sentido común izquierdista: el dominio del estado es “privado”, constreñido por intereses particulares, mientras que los individuos que reflexionan sobre cuestiones generales utilizan la razón de manera “pública”. Esta distinción kantiana es particularmente pertinente en el caso de Internet y otros nuevos medios desgarrados entre su “uso público” libre y su creciente control “privado”. En nuestra era de computación en nube, ya no necesitamos poderosos ordenadores individuales: el software y la información se proporcionan bajo demanda; los usuarios pueden acceder a herramientas o aplicaciones a través de su navegador.
Este maravilloso nuevo mundo es sin embargo solo una parte de la historia. Los usuarios están accediendo a programas y ficheros que se conservan muy lejos en salas de control climatizadas con miles de ordenadores -o, citando un texto de propaganda sobre cloud computing: “Los detalles son abstraídos del consumidor, que ya no necesita ser un experto ni tener control sobre la infraestructura tecnológica ‘en la nube’ que sostiene las cosas.”
Aquí tenemos dos palabras que dejan ver algo más: abstracción y control. Para gestionar una nube es necesario que haya un sistema de monitorización que controle su funcionamiento, y este sistema está por definición escondido de los usuarios. Cuanto más personalizado está este pequeño objeto (smartphone) que tengo en mi mano, cuanto más fácil de usar y “transparente” en su funcionamiento, más tiene que depender la situación de un trabajo que se hace en otra parte, en un vasto circuito de máquinas que coordinan la experiencia del usuario. Cuanto más espontánea, transparente y no-alienada sea nuestra experiencia, más se encuentra regulada por una red invisible controlada por agencias estatales y grandes compañías privadas que siguen sus propias políticas secretas.
Una vez elegimos seguir el sendero de los secretos de estado, tarde o temprano llegamos al fatídico momento en el que las regulaciones legales que prescriben lo que es secreto, se vuelven secretas. Kant formuló el axioma básico de la ley pública: “Todas las acciones que implican los derechos de otros hombres son injustas si su máxima no es compatible con su publicidad”. Una ley secreta, una ley que quienes han de obedecerla desconocen, legitimiza el despotismo arbitrario de aquellos que lo ejercitan, tal como se indicó en el título de un reciente informe sobre China: “Incluso eso es un secreto en China”. Los intelectuales problemáticos que informan sobre la opresión política, catástrofes ecológicas, pobreza rural, etcétera, acabaron con sentencias de años en prisión por traicionar un secreto de estado, y el truco era  que muchas de esas leyes y regulaciones que ideó el régimen estatal eran secretas, haciendo difícil para las personas saber cómo y cuándo podían estar violando alguna.
Lo que hace que este control absoluto sobre nuestras vidas sea tan peligroso no es que perdamos la privacidad y que todos nuestros secretos íntimos sean expuestos ante el Gran Hermano. No hay agencia estatal capaz de ejercer tal control - no porque no sepan suficiente, sino porque saben demasiado. La cantidad de datos es de tal inmensidad que a pesar de los intrincados programas para detectar mensajes sospechosos, estos ordenadores que registran miles de millones de datos son demasiado estúpidos como para interpretarlos y evaluarlos apropiadamente, y necesariamente suceden errores ridículos en los que personas inocentes son listadas como potenciales terroristas, haciendo mucho más peligroso el control estatal de las comunicaciones. Sin saber por qué, sin haber hecho nada ilegal, podemos ser listados como terroristas potenciales. Recordemos la legendaria respuesta de un editor del periódico Hearst ante su empresa acerca de por qué no quería tomarse unas largamente merecidas vacaciones: “Temo que si me voy habrá caos, que todo se caerá, pero tengo todavía más miedo a descubrir que si me voy, las cosas seguirán normalmente sin mí, ¡una prueba de que no soy realmente necesario!”. Algo parecido se puede decir del control estatal de nuestras comunicaciones: deberíamos temer que no hayan secretos, que las agencias secretas estatales lo sepan todo, pero deberíamos tenerle incluso más miedo a que fallen en su empeño.
Por esto es por lo que quienes filtran documentos juegan un papel crucial a la hora de mantener viva la “razón pública”. Assange, Manning, Snowden, estos son nuestros nuevos héroes, son casos ejemplares de la nueva ética que conviene a nuestra era de control digitalizado. No se trata ya de soplones que denuncien las prácticas ilegales de compañías privadas ante las autoridades públicas, sino que denuncian las propias autoridades públicas cuando se involucran en el “uso privado de la razón”.
Necesitamos Mannings y Snowdens en China, en Rusia, en todas partes. Hay estados mucho más opresivos que los EEUU -imagínate lo que le habría pasado a alguien como Manning en una corte china o japonesa (probablemente ni siquiera habría habido juicio público). Sin embargo, uno no debería exagerar la sutileza de EEUU: cierto, los EEUU no tratan a los prisioneros tan brutalmente como China o Rusia; dada su capacidad tecnológica, sencillamente no necesita el método brutal (el cual está aun así más que dispuesto a utilizar cuando es necesario). En este sentido, EEUU es incluso más peligroso que China en cuanto que sus medidas de control no son percibidas como tales, mientras que la brutalidad china se muestra abiertamente.
Por tanto no es suficiente hacer jugar a un estado contra el otro (como Snowden, que utilizó a Rusia contra los EEUU): necesitamos una nueva red internacional para organizar la protección de quienes filtran información y la diseminación de su mensaje. Estos ‘soplones’ son nuestros héroes porque prueban que si quienes están en el poder pueden hacerlo, nosotros también podemos hacerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario